Esta vez los arcanos mayores no estarán de mi parte. Mi primera carta es la sacerdotisa, una mujer con un libro entre sus manos, abierto en una página cuyo contenido ignoro. Mi estrella corona tu cabeza que mira, mientras te sientas, allá, arriba, en tu trono, en medio de columnas de saber y con la cruz en tu pecho, dejando aparte este par de universos paralelos, abandonados a su suerte por un destino aciago. Mi segundo arcano es Ermitaño, viejo, sólo, encorvado en medio de la oscuridad. Con una luz en mi mano busco la verdad, busco ese esquivo autoconocimiento, pero lo único que veo, allá, en la cima, al final del camino que es el mismo comienzo, son las piernas de la sacerdotisa, quien camina buscando la luz, pero no al viejo. Luego aparece la carta de los enamorados, ese par de amantes que vivieron sólo para una tarde corta, triste, incompleta e inacabada, recortada por las ansias falsas de escoger lo que sabes en el fondo que no es para ti, terminada por cargar la eterna cruz que te desvela. La Fortuna, cuarta sota de mi surte, me muestra cómo ya te estás alejando más de mi, triste, lenta, irreparablemente; cómo quieres, cómo ya no quieres, volver a estar bajo mi sombra. Mi quinta carta es el Demonio, triste, vacío, habituado a lo habitual, con grandes cuernos en su cabeza de cabra, con su espada marcando, de nuevo, mi funesto hado, de lujuria y de desolación. A la sexta echada veo al Loco, caminando sin preocupaciones, sin pensar, dejándose llevar, arrastrando su ignorancia sin salir aun del paraíso, protegido por los demás Secretos sin temor a lastimarse. Finalmente veo una Torre, arrasada por la Ira de la Divinidad, el maremágnum; sus relámpagos desprenden las almenas que caen sobre un foso de caimanes, alligators, prestos a lanzarse sobre mi cuerpo inerte tras la devastación que significa trepar a tu castillo. Ese, por supuesto, sería mi destino, que me gustaría tuvieses de nuevo entre tus manos, pues pulvis sumus et pulvis reverterimur.
sábado, abril 30, 2011
Los Arcanos Mayores
Lamento sobre la Tumba de Ernesto Sábato.
Existe cierto tipo de ficciones mediante las cuales el autor intenta liberarse de una obsesión que no resulta clara ni para él mismo. Para bien y para mal, son las únicas que puedo escribir. Más, todavía, son las incomprensibles historias que me vi forjado a escribir desde que era un adolescente. Por ventura fui parco en su publicación, y recién en 1948 me decidí a publicar una de ellas: El Túnel. En los trece años que transcurrieron luego, seguí explorando ese oscuro laberinto que conduce al secreto central de nuestra vida. Una y otra vez, traté de expresar el resultado de mis búsquedas, hasta que desalentado por los pobres resultados terminaba por destruir los manuscritos. Ahora, algunos amigos que los leyeron me han inducido a su publicación. A todos ellos quiero expresarles aquí mi reconocimiento por esa fe y esa confianza que, por desdicha, yo nunca he tenido. Ernesto Sábato
He aquí, en esta cita de Sábato, la explicación más acertada de la creación literaria, de la creación artística: deshilvanar el secreto laberinto de nuestra existencia. Saber cuáles son los hechos que han determinado nuestro presente, reinventarlos, reinterpretarlos, dotarlos de sentido. Escribir es siempre hacer una autobiografía, ya sea porque los actos pasados se convierten en eslabones de una historia, o porque las ideas plasmadas en la tinta sobre el papel revela nuestros más profundos sentimientos. En ocasiones alguien logra dar con el hilo que nos permitirá, si no descubrir ese hecho, al menos iluminarnos parcialmente, conocernos un poco, identificarnos con alguien o con algo, para así hacer más llevadera la incertidumbre de saberse sólo en un océano de individualidades. Eso fue Sábato para mí, una guía en momentos decisivos, un espejo en el cual ver la propia estupidez, la maldad y el amor que de vez en cuando resuenan meciéndose en el espacio hueco de los cerebros deprimidos. Aunque ante la muerte de un escritor suele hablarse de su obra completa, me limitaré a un único fragmento, quizás el que más me ha hablado sobre la condición humana, su Informe sobre ciegos. Se inicia con el siguiente epígrafe:
¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!
Ya nos ubica en un universo donde lo divino y lo más bajo van de la mano. No habla de dioses benevolentes, perfectos, impolutos, como acaso lo soñaron los teólogos de la modernidad, sino de esos seres que parecen acompañar cada paso en este mundo: dioses de la basura, de toda criatura inmunda que nos rodea. Y es allí, en esta parte de su novela, donde Fernando Vidal Olmos baja al submundo de Buenos Aires, un laberinto oscuro y acuoso, con paredes húmedas y oscuridad total. Por una puertecita en el piso de un apartamento baja a un sótano en el que encuentra a una ciega, sacerdotisa de Deméter. Se desmaya e inicia un viaje, atravesando un rio subterráneo. Ve allí volando a las aves a quienes quitó sus ojos cuando era aun un crío, y una especie de ídolo, un anciano cíclope vigilándolo en el cenit de un sol negro. Rema huyendo de él hacia una gruta que lo llama. Duerme de nuevo. Al despertar está otra vez en la habitación primigenia, vigilado. Es encerrado y trata de huir del cuarto, adentrándose cada vez en pasadizos profundos, cada vez más, bajo la ciudad inmunda que duerme cobijada por la belleza de las mansiones bonaerenses, con sus hermosas mujeres y refinados hijos. Vaga por grutas pantanosas, se siente rodeado por lagartos, ratas, podredumbre; descubre o cree descubrir por fin las pruebas de un mundo que está dominado por los ciegos, desde que el cíclope pierde su ojo a manos de Odiseo, desde que Tiresias pierde la vista pero gana el don de la clarividencia, desde que Edipo se saca los ojos al no poder contemplar el asesinato de su padre por sus propias manos y la muerte de su madre ante el despropósito del amancebamiento con su propio hijo. Llega a un anfiteatro iluminado por una estrella agonizante, atraviesa páramos lunares, y divisa veintiuna torres gigantescas de basalto, en medio de las cuales surge una efigie con un único ojo fluorescente en el ombligo. Se dirige hacia él, cobijado por un cielo púrpura que alumbra malamente un paisaje marcado por la desolación de milenios, por los cadáveres petrificados de las hidras y los seres mitológicos que otrora poblaron ese templo consagrado ya a la muerte y a su terrible diosa. Entra en el ombligo y sufre una des-evolución que lo lleva a recorrer el caldo primigenio donde nacieron los humanos, retorna a su ser pez. Ayudado por la ciega, vuelve a ser serpiente, vampiro, sátiro. Despierta en su casa, anonadado, destruido, próximo a la muerte. Es acaso una metáfora de los demonios interiores que llevan al hombre a hacer lo que hace en la vida. Es un símil de la humanidad, gobernada por ciegos, como en la obra de Saramago, pero cuya única vidente es la conciencia misma de que si ahondamos en el interior no somos más que monstros cuya cáscara se ha convertido en lo que ahora llamamos civilización, que finalmente llegará a su ocaso, que dejará de nuevo la tierra cubierta de cráteres de desolación.
sábado, abril 16, 2011
¿Dónde están los periodistas?
Cuentan que cuando a Kant empezaron a azuzarlo para que ofreciera una respuesta al escepticismo sobre el mundo externo escribía en sus notas personales que estaba muy ocupado y muy cansado, de manera que le fastidiaba absolutamente tener que dedicar segundos de su tiempo a demostrar lo que todo el mundo sabe: que el mundo externo existe. Ante la pregunta formulada en la revista Arcadia ¿Dónde están los filósofos?, las respuestas no se han hecho esperar. La revista Semana, más seria que Arcadia, ya dedicó unas páginas al debate. Confieso que me da un poco de pereza. Tengo mucho que hacer, pero como en la sociedad de hoy el que no trata de hacer escándalo en los medios –sus 15 minutos de popularidad– no existe, daré mi respuesta al debate. Ya hace mucho respondí a un interrogante similar a partir de una frase adjudicada a Nietzsche: por donde pasan las ideas, cincuenta años después pasan los cañones defendiéndolas. La labor del filósofo, del verdadero filósofo, es evitar que esto suceda. Sentado en su escritorio, o caminando por la pradera rodeado de sus alumnos, el pensador suele ante todo tener una actitud crítica, a veces crítica en extremo, y para algunos crítica hasta la nausea. Ello no quita que algunos se hayan vendido “al sistema”: el mismísimo Hobbes trató de congraciarse con el rey mediante sus escritos, aunque finalmente también fue perseguido, pues sus escritos de todas formas incomodaban a la nobleza. Ahora bien, ¿qué tiene qué decir el filósofo ante los problemas actuales del país? No recuerdo haber leído una alusión directa de Sócrates a la Guerra del Peloponeso, aquel conflicto entre Atenas, el hogar de los filósofos, y Esparta, la cuna de los guerreros. No obstante, Sócrates fue juzgado y condenado a morir, pues se convirtió en una piedra en el zapato de los dirigentes de una democracia corrupta. Platón escribió entonces una diatriba contra esa Democracia, abogando por una dictadura del filósofo, aquel capaz de ver más allá de las narices de ciudadanos estupidizados por la comedia y la poesía, artes que él expatrió de su República. El pensador se convierte así en alguien impotable, que difiere de las opiniones del gobierno de turno y es pocas veces querido. Excepto, por supuesto, cuando se alía con estos e invita, como Aristóteles, a legitimar la esclavitud, o como Tomás de Aquino, a la guerra justa contra los musulmanes. Y la situación hoy en día no cambia: Bernard-Henri Lévy, influyó en la decisión de la ONU de atacar Libia. Actualmente Habermas, por ejemplo, es invitado constantemente a reuniones con el gobierno alemán, y su opinión es consultada y solicitada en los medios europeos de todo el mundo. Derridá fue entrevistado muchas veces para preguntársele sobre su posición sobre el terrorismo, y Paul Virilio aparece constantemente en los medios para criticar su posición sobre el desarrollo de los medios virtuales. Si buscamos, por ejemplo, en El Tiempo o en El Espectador no hay más que un artículo de Singer, ninguno de Habermas, Derridá o Virilio, sólo menciones escuetas en artículos culturales, donde poco o nada se difunde su pensamiento. Así pues, la pregunta adecuada más bien parece ser: ¿dónde están los periodistas? ¿Por qué ellos no indagan sobre los trabajos que los filósofos llevan a cabo en nuestro país? Los filósofos consultados por el periodista en Arcadia aceptaron tácitamente, con sus respuestas, que los filósofos no hacen nada. Pero ello es falso. Más bien su trabajo es invisibilizado por los medios. Por ejemplo, las investigaciones sobre ética y conflicto de Guillermo Hoyos, a quien jamás invitan a opinar en El Tiempo. Hay libros y estudios serios sobre la ideología conservadora, radical e irracional de Miguel Antonio Caro, compilados por Rubén Sierra Mejía, pero nadie a divulgado las conclusiones que de allí se desprenden: el país fracasó durante la primera mitad del siglo XX en parte gracias a ese proyecto de la Regeneración Conservadora, que echó para atrás las reformas liberales de mediados del siglo XIX. Para la celebración de los 100 años de su muerte, no hubo un debate serio sobre estas conclusiones, y los mismos medios de siempre siguen exaltando la figura de este anti–pensador, de la misma manera en que Londoño o José Obdulio son presentados como “filósofos”, se les dan espacios en radio, prensa y televisión, mientras se ignora a pensadores serios y rigurosos. Para la muestra, un botón: el artículo de El Tiempo donde se reseña la conmemoración afirma que el movimiento de la Regeneración “es considerado como el movimiento que implementó la modernización en esferas como la economía y en los aparatos institucionales del país”. Salomón Kalmanovitz, economista, filósofo, y ex gerente del Banco de la República, desmiente esta afirmación en la publicación de Sierra, y afirma que esas reformas económicas quebraron al país. Pero nada, los medios no hacen eco de las críticas al panteón de la estupidez nacional. Así mismo, ni El Tiempo, ni Semana, se le ha preguntado a algún filósofo –el educador por antonomasia, desde Sócrates– su posición sobre la reforma la educación superior. Más bien el filósofo debe salir a buscar esos espacios, y de hecho, lo hace. Ahora bien, los filósofos entonces están usando, he dado unas pequeñas muestras, medios alternativos de difusión de su pensamiento, ya sea desde la universidad, o desde el Blog. Que los medios tradicionales –con sus artículos amañados, superficiales y sesgados– no lo quieran ver, es otro asunto, como no han querido ver otras muchas cosas en el país.