sábado, diciembre 10, 2011

Enseñando a aprender

¿Cómo responder a la carta abierta de Camilo Jiménez? ¿Defendiendo su actitud, indicando que es comprensible? ¿Criticando su actitud docente? ¿Dándole la razón a los estudiantes que dicen que los profesores no dan la talla? Tengo tantas cosas que decir que no sé por dónde empezar.
La estudiante Victoria Tobar ha respondido el ataque de Jiménez a los estudiantes, atacando a la labor docente: de los 25 que ha tenido, alrededor de tres han dado la talla. Como profesor, he vivido muchas veces casos de profesores que no hacen en absoluto lo que deben hacer. Son clases “chéveres” con películas y notas fáciles. Así mismo, he vivido casos de estudiantes que no hacen el más mínimo esfuerzo por aprender nada de lo que se les enseña. Llegan al salón con trabajos y lecturas de otras clases, y se ofenden cuando les pido que se salgan. Hay quienes se la pasan chateando con su Black Berry.
He visto cómo muchos profesores claudican aun desde la primera clase. Tobar tiene razón en una cosa: la docencia es un apostolado. Se necesita fe para creer que algunos de esos chicos saldrán de la universidad y les habrá quedado algo de lo que a veces ingenuamente pensamos que podría ayudarles.
Una cosa, sin embargo, es apabullante. Y es que a las universidades, en particular en las privadas, la gran mayoría de gente no quiere, no debe y no debería poder estudiar. Recuerdo que cuando presenté el examen de la nacional salí llorando. No podía creer semejante prueba, pues supuse erróneamente que era tan fácil como los exámenes para conseguir la licencia de conducción en este país.  Cuando quise estudiar música fui rechazado varias veces. El examen exigía, entre otras cosas, saber leer partitura, y tener un oído educado, que en nada tiene que ver con la consabida expresión “aprendió por oído”.
Para todas las demás carreras, sin embargo, sólo hay dos filtros: el dinero y el examen del ICFES, es decir, sólo uno, el dinero. Por ello me encuentro con razones como las siguientes cuando interrogo a los estudiantes sobre los motivos que tienen para entrar a estudiar: no me gustan las matemáticas; podría hacerme un buen dinero cuando me gradúe; mis padres quieren que sea médica y no actriz de teatro; debo hacerme cargo de la empresa familiar, por eso estudio ingeniería industrial. Si el sistema académico colombiano fuese serio, ninguno de estos estudiantes debería estar estudiando; si quizás tienen las aptitudes necesarias, por haber asistido a buenos colegios o por haber aprendido directamente viendo a sus padres, una entrevista mostraría que sus intenciones no son serias y que es muy probable que abandonen sus estudios pronto.
En otros casos, se busca estudiar –es el caso de los estudiantes apáticos– porque simplemente no se quiere –ni se puede– salir a trabajar. Las universidades se han convertido en guarderías caras donde los niños de papá hacen lo que se les da la gana con su apoyo. Un caso dramático es el de los asesinos de Andrés Colmenares, quienes con influencia y dinero han tratado de callar una verdad  de a puño: nadie se puede suicidar con ocho golpes de arma corto–contundente ni ser arrastrado por un riachuelo de diez centímetros de profundidad. ¡Y yo que me quejo porque los padres alcahuetas me atacan dado que con los 1.0 que se merecen en definitiva, sus hijos de "3.0 en todo" resultan por fuera de la universidad!
La universidad está llena de estudiantes –y, sí, también de profesores– que no deberían estar allí. Y no hay nada más difícil que enseñarle a quien no quiere aprender, ni aprender de quien no quiere enseñar. La labor se hace más complicada cuando, a juicio del profesor, que ha estudiado, se ha preparado para estar allí y hace su tarea, considera que un estudiante debe ser reprobado, y ante tal acto el chico mueve toda una artillería de chismes, maledicencias e influencias paternas para que el estudiante pase, laureado, de ser posible. Aún resuenan en mi cabeza las palabras de un decano que me dijo textualmente: “la universidad es un negocio, y usted no debe joderle la vida a los estudiantes”.
Así pues, para evitar casos como los del ex profesor Jiménez, hay simplemente que poner patas arriba nuestro sistema educativo: una educación secundaria de calidad, donde se garantice que todos, estudiantes pobres, ricos, feos y bonitos, aprendan lo mismo e igual de bien: desde las matemáticas mínimas para ser un estudiante competente de ingeniería, hasta la armonía y el conocimiento musical necesarios para entrar, sin tener que estudiar un año más de secundaria, a un conservatorio. Necesitamos un examen serio de admisión, con entrevista a profundidad incluida, para determinar quiénes quieren ir a la universidad a aprender, y quienes están allí por presión social, por desparche o porque no saben qué hacer con su vida. Y necesitamos una educación PAGADA por el Estado, para que las universidades no se conviertan en asociaciones de mercachifles como el decano de marras, preocupados por obtener dinero de los bolsillos de niños ricos y padres endeudados,  y no por formar ciudadanos, investigadores y profesionales que forjen el país industrializado y civilizado que algunos soñamos con construir.
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Los laberintos - Reflexiones sobre la filosofía de la periferia por Alfonso Cabanzo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.