Ayer vi un video en donde un hombre acaba de matar a otro. La grabación muestra un cuerpo en el suelo, desangrándose con un disparo en la cabeza, mientras algunos jóvenes tratan de desarmar al asesino. En su rostro, prieto como el de otros manifestantes, se percibe un poco de soberbia. En un instante una turba corre hacia él y su mirada altiva se transforma en expresión de espanto. No hay arma que pueda contra la furia de una marea de personas. Corre, y en su huida dispara de nuevo, alcanzando a otro joven. Luego veo las atroces escenas de su linchamiento. El cuerpo destrozado descansa sobre unos escalones y ocasionalmente le arrojan piedras y lo patean.
Freddy Bermúdez resultó ser un agente de la fiscalía en descanso. Juan Pablo Cabrera un niño de 18 años y Luis Eduardo López, de 26, el portero del Teatro Municipal de Cali, el lugar donde la orquesta sinfónica que toca en la manifestación ensaya habitualmente las piezas de Bach y Mozart. ¿Qué pasó? Imagino que Bermúdez llegó allí en su moto, quizás con el arma visible; Juan Pablo trata de detenerlo, el agente le dispara. Luego todo se desmadra.
Si yo hubiese estado allí, en primera línea, habría pensado que Bermúdez pertenece al grupo de "personas de bien" que han salido con camisetas blancas a disparar indiscriminadamente; es difícil no recordar otros videos donde se ven atacando barricadas mientras se refugian entre agentes de policía. Quizás, aunque me cuesta creerlo, Bermúdez solo pasaba por allí y lo detuvieron. Si hubiese videos y noticias de agentes del Estado arrestando y juzgando con fuerza a los Camisas Blancas quizás los manifestantes no habrían temido a Bermúdez, le habría bastado identificarse como fiscal. Pero esta barbarie solo es prueba de que no confiamos en las instituciones que deberían protegernos, y que la "gente de bien", que no ha sufrido lo que sufre la mayoría de la población, no considera legítimas las exigencias de un paro nunca antes visto en este país adormecido.
Años de violencia institucional, de desconexión de la clase favorecida con la vida de millones de personas sin agua, luz, calles, educación, trabajo y justicia, hacen de este paro un diálogo de sordos que podría conducir a una violencia peor. Queremos fuerzas del orden en las que todos, manifestantes y no manifestantes, podamos confiar. No queremos que los policías sean lapidados tanto como no queremos que la policía desfogue su rabia, producto de una carrera militarizada corrupta y de décadas de adoctrinamiento para percibir la exigencia de sustento como terrorismo, contra gente que no puede comer tres veces al día. No queremos la paz de los sepulcros, que es lo que parece pedir una minoría cómoda con dinero y poder, sino la paz que viene del bienestar social: de un mínimo vital de vivienda, comida, salud, educación y justicia.