Mis libros trágicos son aquellos que inicio, y por azares del destino nunca termino. O que estoy releyendo y terminan siempre en las manos equivocadas, pues de ser las correctas estarían ahora en las mías. La insoportable levedad del ser es uno de ellos. Siempre termino regalándolo a alguien que parece especial, con quien supongo tendré una larga relación de esas que terminan con una visita en la sala y un vaso de vino antes de morir. Y jamás las vuelvo a ver. Con Héctor Abad Faciolince me sucede algo similar: sus libros se me desaparecen. Los inicio, y en un instante han desaparecido. Robados, olvidados en la casa de alguien semejante al triángulo de las Bermudas… Así que sólo conozco dos de sus obras: El olvido que seremos y ahora, Traiciones de la memoria. El primero es la novedosa narración de la novela a través de los ojos de la víctima. Un giro paradigmático ante la avalancha de historias donde los malos -los paras, los guerrillos, los políticos, los narcos, los sicarios- son presentados como los buenos, como los héroes por quienes el público hace fuerza para que coronen sus fechorías. Acaso porque ese público hace parte también de la recua de delincuentes que pustula este país. El segundo reconstruye la investigación que revela la autoría Borgiana del poema El olvido que seremos de Jorge Luis Borges. No se llama así, se llama Aquí. Hoy, pero semejante esperpento de nombre sólo es digno de muchos de los insufribles poemas del argentino, no de este en particular. Y cómo no, el libro es una reconstrucción de los recuerdos, semejante, pero menos enciclopédico, al La misteriosa llama de la reina Loana, de Eco. Tan esencialmente idénticos que hasta ilustraciones tienen de los documentos a partir de los cuales se hace la reconstrucción de la historia de un país leproso de violencia. Pero de una diferencia abismal, acaso porque el uno es el mío y lo siento, y el otro es uno ajeno. El libro de Abad no es una gran obra maestra; yo habría esperado más, lo habría dejado madurar, llenaría los huecos, ahondaría los detalles, ficcionaría las casualidades e inundaría con más prosa los recovecos que hurgó Abad para probar sin duda, la autoría borgiana de los versos. Habría pintado a María Kodama como la Yoko de Lennon, perversa, obstaculizando la verdad para no revelar la torpeza académica que le impidió ver lo evidente. A Tenorio lo habría retratado, à lo Dickens, como un poeta grotesco… en fin, las críticas generalmente se reducen a “yo, que no fui capaz de escribirlo, habría escrito tu libro así y asá”. Todo para decir que el último texto de Abad es, si no una grande, sí una pequeña obra maestra, una joya.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario