Una decisión del Consejo de Estado concedió
derechos a todas las especies animales y los equiparó con los
discapacitados, se queja un columnista de Semana. Afirma lo siguiente con
respecto al toreo:
No seré quien defienda esta práctica,
pero la verdad monda y lironda es que la prohibición de las corridas de toros
en Bogotá y el fallo del Consejo de Estado no tienen el menor efecto práctico
sobre la realidad del maltrato a los animales: más bien son triunfos simbólicos
de una corriente ideológica radical, una interpretación fundamentalista de la
conciencia ecológica. Quienes promueven esta ideología llegaron por fin al
poder y los efectos de sus decisiones están por verse.
Según esto, defender los derechos de los animales
y buscar acabar con el maltrato animal más extremo –aquél que se realiza en
medio de un ritual público y patrocinado por grandes empresas e incluso el
Estado– es simplemente un acto de “una corriente ideológica radical” y
“fundamentalista”.
En pocas palabras, Rodrigo Hurtado nos está
equiparando con, por ejemplo, los talibanes, quienes al llegar al poder prohibieron
a las mujeres –de manera radical y fundamentalista– mostrar su piel en público.
Pero la comparación no se sustenta porque mientras muchos fundamentalistas
radicales estarían dispuestos a matar para imponer sus propuestas, el
movimiento animalista busca, por el contrario, evitar al máximo la muerte de
seres sintientes. Los animales no humanos, por supuesto, son seres sintientes,
de manera que buscamos evitar su muerte, y si no se puede, al menos su
sufrimiento. En particular considero que así como no deberían ser privados de
su vida en medio de un espectáculo semejante al de los gladiadores romanos,
tampoco deberían sacrificarse para alimentarnos, y menos para probar
cigarrillos o maquillaje. La pregunta que todos se hacen es ¿por qué deberíamos
evitar matar animales no humanos para suplir necesidades humanas? O, en
términos del autor del artículo citado, ¿por qué debemos admitir que los
animales (no humanos, le faltó decir) tienen derechos?
El argumento es muy simple. Los seres sintientes,
los humanos entre ellos, buscan a toda costa evitar el dolor y buscan la
satisfacción de sus deseos y, si seguimos a Epicuro, la felicidad. Si bien no
podemos afirmar con seguridad que un gato –por más de que a mí me parezca
que es así– es feliz cuando come, al menos podemos afirmar que sufre cuando
aguanta hambre, al igual que los perros de la calle o los animales en los
circos. Así mismo, es evidente que un animal libre es más feliz que cuando está
enjaulado. Una condición necesaria para esta felicidad es, por supuesto, la
vida, de tal manera que si queremos evitar el sufrimiento y ayudar a que todos
los seres sean felices, o al menos que satisfagan en la medida de lo posible
sus deseos, debemos reconocer que no debemos quitarles la vida.
¿Por qué no, como dijo alguna vez irónicamente
Caballero, salvar la vida de un tomate? Sencillo: los tomates no sienten.
Aquello incapaz de sentir no necesita ser “defendido” de la misma manera en que
un tigre, una cebra o un perro. Por supuesto, no quiere decir esto que ahora podamos
impunemente quemar toda la selva amazónica, pues esto tendría consecuencias
ecológicas devastadoras –pero este es otro tema–. En síntesis, los animales no
humanos tienen derechos porque son seres sintientes. No pensantes, ni racionales,
sino simplemente sintientes. Ello ya los pone en la categoría, diría yo,
de personas. Igual, exactamente y como lo dice el Consejo de Estado, que los
discapacitados. Un niño con síndrome de Down grave quizás no esté en capacidad
de razonar de manera totalmente bien, pero aun así siente. Y por ello tiene
derechos: a nadie, espero, se le ha ocurrido probar cigarrillos, cosméticos o
drogas con discapacitados mentales con el argumento de que no razonan
correctamente. Un animal quizás tenga una capacidad de raciocinio igual o algo
menor a la de un chico con esta condición –y cuando encuentro a mi gata perdida
maullando enfrente de una puerta que no es la de mi casa, o cuando salta contra
el escritorio y se golpea en la cabeza empiezo a pensar que en verdad es un
poco “quedada”– pero igual sé que siente.
Finalmente, critico –aunque ya
lo había hecho de manera más detenida– los argumentos a favor de la
tauromaquia. Se afirma que es una expresión cultural, que es arte y aparte de
todo, que hay dependencia económica de quienes viven de este oficio. La
cliterectomía –cercenar el clítoris de las mujeres para que no tengan deseo
sexual–, o el apedrear a las adúlteras, también son expresiones culturales, y
creo que nadie las acepta en occidente salvo los posmodernos relativistas,
diletantes y sofistas. El arte es una expresión cultural que no agrede real y
físicamente a nadie. Por tanto la tauromaquia no puede ser arte, pues en ésta
hay muertos, y bien muertos, no “simbólicamente muertos”. Y el argumento
económico, bueno, lo mismo me dijo el último atracador que me robó: “tengo
derecho a trabajar para vivir, por tanto, deme su celular o lo mato”.
Este tipo de actitud concuerda perfectamente con
esta frase de Gandhi: "La grandeza de un pueblo y su progreso moral se
juzgan por la forma en que trata a sus animales".
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