domingo, marzo 22, 2020

Después de la pandemia

En 1348 la Peste Negra atacó Europa. No había ciencia moderna, aún, de manera que no se acusó a ningún gobierno de fabricar el patógeno que mató a casi 60 de cada 100 europeos. Más bien se consideró un castigo divino. Duró seis años, hasta 1353, y compitió con otras enfermedades propias de la región: la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra. 
La peste no pasó solo por Europa, sino por Asia y África. Ignoramos, dada la falta de registros escritos, si alguna peste similar atacó América antes de la llegada de los españoles. La viruela, la gripa, la sífilis y otras enfermedades típicas del Viejo Continente mataron casi a la totalidad de los nativos americanos después de 1492, pero no sabemos si antes hubo algo similar por estas tierras.
La plaga transformó por completo Europa en la época: las artes retrataron las consecuencias del azote, desde la pintura hasta la literatura. Boccaccio nos sigue deleitando con El Decamerón, libro de narraciones -muchas eróticas- contado por siete mujeres y tres hombres que se refugian en una villa en las afueras de Florencia para escapar del contagio. 
Todavía nos aterra El triunfo de la Muerte, de Pieter Brueghel, el Viejo. Retrata la desolación producto de la enfermedad: ricos, pobres, creyentes y ateos son azotados sin excepción por esqueletos armados de espadas.

En la música aparecieron los Geisslerlieder, cantos de los flagelantes que pedían el arrepentimiento por los pecados de los paganos, y las obras de Guillaume de Machaut, clérigo que compuso durante la eclosión de la peste. También aparece el Dies Irae, el cantus firmus más famoso de todos.
Económicamente las tierras quedaron desoladas, por lo que creció la ganadería ovina que ocupaba los campos abandonados; los obreros escasearon y por tanto subieron los sueldos de la mano de obra calificada: nacieron los primeros consumidores. Las clases rentistas, nobles, vieron decrecer su riqueza y poder, y por ello patrocinaron guerras, para cobrar más impuestos que las financiasen.
Otro cambio importante fue el de la religiosidad: se exacerbó durante la peste, pero ante el abandono de su dios se culpó a los herejes, a  judíos, a los musulmanes... Finalmente las sectas terminaron atacando la institución religiosa misma. Un siglo después, en 1450, el continente era diferente: había surgido el Renacimiento, en Italia, el epicentro de la peste en el continente.
La creencia en dioses y demonios disminuyó, seguro porque la evidencia de la muerte y el abandono por parte de las divinidades obligó a muchos crédulos a aceptar la verdad. Surgió la perspectiva en la pintura y los primeros pasos para matematizar la reflexión filosófica sobre la naturaleza.
En Inglaterra, los estatutos de Provisors (1351) y Praemunire (1393) le quitaron poder a la Iglesia católica en el control del gobierno civil sobre las tierras, en el nombramiento de cargos eclesiásticos y en el ejercicio de la autoridad. La herejía y el cisma estallaron durante la Reforma Protestante de Lutero, en 1517. No surgió de la nada este movimiento: fue el resultado de una lenta selección cultural que puede rastrearse hasta el desencanto religioso provocado por la Peste.
Giordano Bruno (1548), Galileo Galilei (1564),  Johanes Kepler (1571), y finalmente Isaac Newton (1642) fueron posibles gracias a los cambios que se dieron justo en ese lapso de 200 años, y aunque la religión persiguió fuertemente sus ideas, el poder de esta había sido mermado. 
Por supuesto, la pandemia no produjo cambios inmediatos, como no son inmediatos los cambios sociales: se demoran cientos de años, e incluso siglos, en cocinarse. Ni siquiera la Revolución Francesa de 1789 cambió las cosas en un instante: pasaron casi 80 años antes de que la monarquía francesa finalmente muriera -no decapitada- y se instaurara una república democrática.
La Peste no produjo los cambios esperados por muchos y la pandemia de ahora tampoco lo hará. Sin embargo, nos ha abierto los ojos ante cosas obvias: salud, educación, estructura carcelaria, transporte masivo, seguridad laboral y alimentaria. Aunque en nuestro tercer mundo no ha arreciado aun con toda su fuerza destructiva el virus, ya empezamos a ser conscientes de lo grave que es recibir un virus como este con las piernas abiertas, perdón, con una infraestructura precaria: la gente menos formada entiende poco la gravedad de la situación, la medianamente ilustrada es víctima de teorías de la conspiración y el pánico, pocos saben qué hacer con la formación profesional que les dieron y que no es en salud o ingenierías. 
Poco a poco vamos entendiendo que los profesores de prescolar no son niñeros, que su labor es difícil y fundamental para educar a nuestros niños; que el psicólogo está para ayudar en estos momentos de tensión y encierro; que el conocimiento argumentativo del filósofo puede blindarnos contra las noticias falsas y el pánico; que el historiador es fundamental para entender la reacción de sociedades antiguas ante plagas similares.
Vamos, pues, comprendiendo, que la sociedad de hoy tiene nuevos peligros, pero que el conocimiento adquirido durante siglos de ilustración nos puede ayudar; que la democracia y la cooperación, la confianza en un estado legítimo y preocupado por el pueblo que lo conforma puede ayudarnos más que el individualismo; que las redes sociales pueden salvar de la locura producida por el aislamiento social. Quizás solo sea una comprensión visceral y del momento, pero pocas veces en la vida tal revelación llega a una gran cantidad de personas simultáneamente, como este virus.
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Los laberintos - Reflexiones sobre la filosofía de la periferia por Alfonso Cabanzo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.