martes, abril 15, 2008

Impresiones de un país extranjero

Sí, lo sé, se las debo. Nunca me ha gustado hablar de mis viajes, salvo cuando voy con amigos, y recordamos la travesía. Como fuera del país siempre he ido sólo, o por lo menos sin mis amigos, esos viajes se quedan perdidos en mis recuerdos hasta que alguna conversación hace que salgan a la luz. La primera vez fui, como muchos niños de mi generación, a Disneylandia. Lo primero que me llamó la atención de Miami fue que todos hablaban español, excepto los turistas, que trataban de hablar inglés. Una pesadilla recurrente es que viajo allá de nuevo para "practicar" mi insípido inglés, y no encuentro a alguien que lo hable. Lo segundo que me llamó la atención es que en las calles (de toda Florida, o por lo menos la parte que conocí) no había un sólo papel en el piso. Ni siquiera -aunque puede ser un recuerdo inventado, de esos que dicen los científicos que el cerebro construye uno pequeño. Vi muchas cosas que se demoraron en llegar a este país, pero no viene al caso ahora recordarlas. Al llegar al país, no sé por qué, no tuve la impresión de que hubiera hecho gran cosa, así que callé mi aventura. Al año siguiente una compañera del colegio, de cuyo nombre no me quiera acordar aunque se llamaba Fabiola, regresó de su viaje cargada de fotos con las que presumía ante todo el salón. Era una chica pequeña, sapa, fastidiosa, en fin, un vomitivo. Yo dije que también había ido, y que no era para tanto, que no debía hacer tanta buya. Mis compañeros, envidiosos, como siempre, no me creyeron, así que llevé una foto mía al lado de Pluto, el de Tribilín. Misteriosamente se perdió. Menos mal no llevé mi foto del Transbordador Espacial.
Venezuela la conocí porque mi familia vive en la frontera, así que hice la ruta de los contrabandistas (un tío que traía los horribles pero baratos productos de allá), y me sorprendió lo barato y feo de los carros, lo inmunda que era la mantequilla, las calles amplias y que los bolívares se parecieran tanto a los pesos colombianos que terminé pagando un helado en la calle con un billete de muy alta denominación en pesos colombianos. Muchos de mis primos parecían venezolanos, pues veían la T.V. de allá, cantaban su himno nacional y tenían cédulas de allá. En lo personal solo me gustaba que pasaran Robotech, serie que jamás se vio acá en Colombia.
Finalmente, mi último pero más importante viaje fue a Buenos Aires, como ya saben. Y lo que más me sorprendió, es que los argentinos, por lo menos allá, no son engreídos. Lo segundo es que para ser un país en quiebra y "tercermundista", me pareció bastante decente: no hay huecos en las calles, hay un buen sistema de salud, educación gratuita, sueldo para las amas de casa mayores de 60 años, con calles amplias y arquitectura que descresta a los calentanos, aunque eso sí, más sucia de lo que imaginé. Pero lo que verdaderamente me conmovió es que, a diferencia de los jóvenes de aquí, los de allá si leen, primero, y segundo, recuerdan que en una época hubo dictadura y hubo desaparecidos. En varios lugares hay placas que recuerdan quiénes desaparecieron en ese lugar, y cuando salí de rumba con unas chicas del lugar, al pasar a lado de una base militar me hicieron saber su malestar, sin decir por qué, puesto que aparentemente todos lo recuerdan. ¿Por qué en mi país nadie recuerda lo que pasó en los años ochenta con el Estatuto de Seguridad de Turbay? En fin, luego les cuento más.

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Los laberintos - Reflexiones sobre la filosofía de la periferia por Alfonso Cabanzo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.