jueves, diciembre 30, 2010

Parce, traduzca bien su nombre...

Cuando era joven, en el colegio me dijeron que los nombres no se traducían. Fue otra de las grandes mentiras escolares, junto con aquella del acta de independencia, que realmente jura lealtad a Fernando VII, la de Mosquera en átomos volando por el fuego español, cuando en realidad entró fumando al cuarto lleno de pólvora, y la del Chocorramo; sí, llevamos más cinco décadas engañados, pues Ramo en “chocoramo” se pronuncia con “ere” y no con “erre”, puesto que “choco” no es un prefijo. Y bueno, el caso es que los nombres sí se traducen. Los gringos no dicen Platón, sino Plato, no dicen Aristóteles, sino Aristotle, que en griego es ριστοτέλης, y Tchaikovsky (o como se escriba) es Чайковский, en Ruso. Así pues, William es Guillermo, Daisy es Margarita y Alexander (Αλέξανδρος) es Alejandro. Jesús es la traducción del latino Iesu, que a su vez viene del griego Iesous (Ιησούς), que viene del hebreo Yeshua (ישׁוע). Por supuesto, muchos de estos nombres, que tienen supuesto origen griego, o latino, pueden seren verdad germanos, polacos, franceses o, por supuesto, españoles. Lo mismo sucede con los apellidos.

Mientras el latín fue la lengua franca, los nacidos bárbaros, es decir, polacos, germanos, galos, hispanos, etc., tuvieron la costumbre de esconder sus orígenes latinizando su nombre y apellido para entrar de lleno en el mundo académico europeo. Célebre es el cambiazo del polaco Mikołaj Kopernik. Su apellido lo tradujo él mismo al latín como Copernicus cuando entró en la universidad italiana de Bolonia. Por eso nosotros lo llamamos Copérnico. Así mismo, un salvaje estudiante teutón de esa época, Johan Müller de Königsberg, tradujo su apellido como “Regiomantanus”, pues “Königsberg” significa “montaña del rey”, que es justo lo que quiere decir en latín “regiomontanus”. En español habría que decir algo como “Montaña pupi” o “Montaña gomela”, que suena algo ñero porque la gente decente dejó de decirle gomelo al pupi y cicla a la bici. Así pues, la costumbre de poner nombres extranjeros para subir el estrato viene de tiempos inmemoriales (estos ejemplos son del renacimiento) aunque aquí adoptamos la tendencia cambiar o poner sólo el nombre anglosajón, no el apellido.

Los nombres tienen un origen y significado que muchas veces ignoramos. “Alfonso” significa “luchador”, “César” significa “nacido por cesárea” y “Lina” significa –eso dicen- lo mismo que “Rocío”, con lo cual “Lina Rocío” viene siendo una redundancia como la de “William Guillermo”. Muchos nombres indígenas se perdieron precisamente como parte de la campaña de conquista española: a un nativo de nombre Tisquesusa, con un significado preciso, por ejemplo en honor al Zipa, lo bautizaban a la fuerza y lo llamaban “Juan Pérez”, quitándole parte de su identidad. Hoy en día somos una sociedad mestiza, con una gran carga española que ya no podemos abandonar. Pero sí podemos evitar un nuevo caso de conquista idiomática, bautizando a nuestros hijos con nombres que no los dejen olvidarse de sus raíces, de su historia. Cuando estén grandecitos, podrán irse del país, cambiarse el "Juan" por "John" o "John" si no les gusta, teñirse el pelo de rubio y usar lentes de contacto azules, pero cuando son pequeños e indefensos, al menos debe dárseles la oportunidad de llamarse de acuerdo con la cultura en la que viven. Los nombres indígenas como Chía, Fagüa o Inti son más significativos, hermosos y elegantes que Sneider o Wiliamson. Así pues, el tener un nombre decente debería ser declarado uno de los derechos universales de los niños. He dicho…

Att:

Alphonse Cabbanss

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