sábado, abril 30, 2011

Lamento sobre la Tumba de Ernesto Sábato.


Existe cierto tipo de ficciones mediante las cuales el autor intenta liberarse de una obsesión que no resulta clara ni para él mismo. Para bien y para mal, son las únicas que puedo escribir. Más, todavía, son las incomprensibles historias que me vi forjado a escribir desde que era un adolescente. Por ventura fui parco en su publicación, y recién en 1948 me decidí a publicar una de ellas: El Túnel. En los trece años que transcurrieron luego, seguí explorando ese oscuro laberinto que conduce al secreto central de nuestra vida. Una y otra vez, traté de expresar el resultado de mis búsquedas, hasta que desalentado por los pobres resultados terminaba por destruir los manuscritos. Ahora, algunos amigos que los leyeron me han inducido a su publicación. A todos ellos quiero expresarles aquí mi reconocimiento por esa fe y esa confianza que, por desdicha, yo nunca he tenido. Ernesto Sábato

He aquí, en esta cita de Sábato, la explicación más acertada de la creación literaria, de la creación artística: deshilvanar el secreto laberinto de nuestra existencia. Saber cuáles son los hechos que han determinado nuestro presente, reinventarlos, reinterpretarlos, dotarlos de sentido. Escribir es siempre hacer una autobiografía, ya sea porque los actos pasados se convierten en eslabones de una historia, o porque las ideas plasmadas en la tinta sobre el papel revela nuestros más profundos sentimientos. En ocasiones alguien logra dar con el hilo que nos permitirá, si no descubrir ese hecho, al menos iluminarnos parcialmente, conocernos un poco, identificarnos con alguien o con algo, para así hacer más llevadera la incertidumbre de saberse sólo en un océano de individualidades. Eso fue Sábato para mí, una guía en momentos decisivos, un espejo en el cual ver la propia estupidez, la maldad y el amor que de vez en cuando resuenan meciéndose en el espacio hueco de los cerebros deprimidos. Aunque ante la muerte de un escritor suele hablarse de su obra completa, me limitaré a un único fragmento, quizás el que más me ha hablado sobre la condición humana, su Informe sobre ciegos. Se inicia con el siguiente epígrafe:

¡Oh, dioses de la noche!

¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,

de la melancolía y del suicidio!

¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas

de los murciélagos, de las cucarachas!

¡Oh, violentos, inescrutables dioses

del sueño y de la muerte!

Ya nos ubica en un universo donde lo divino y lo más bajo van de la mano. No habla de dioses benevolentes, perfectos, impolutos, como acaso lo soñaron los teólogos de la modernidad, sino de esos seres que parecen acompañar cada paso en este mundo: dioses de la basura, de toda criatura inmunda que nos rodea. Y es allí, en esta parte de su novela, donde Fernando Vidal Olmos baja al submundo de Buenos Aires, un laberinto oscuro y acuoso, con paredes húmedas y oscuridad total. Por una puertecita en el piso de un apartamento baja a un sótano en el que encuentra a una ciega, sacerdotisa de Deméter. Se desmaya e inicia un viaje, atravesando un rio subterráneo. Ve allí volando a las aves a quienes quitó sus ojos cuando era aun un crío, y una especie de ídolo, un anciano cíclope vigilándolo en el cenit de un sol negro. Rema huyendo de él hacia una gruta que lo llama. Duerme de nuevo. Al despertar está otra vez en la habitación primigenia, vigilado. Es encerrado y trata de huir del cuarto, adentrándose cada vez en pasadizos profundos, cada vez más, bajo la ciudad inmunda que duerme cobijada por la belleza de las mansiones bonaerenses, con sus hermosas mujeres y refinados hijos. Vaga por grutas pantanosas, se siente rodeado por lagartos, ratas, podredumbre; descubre o cree descubrir por fin las pruebas de un mundo que está dominado por los ciegos, desde que el cíclope pierde su ojo a manos de Odiseo, desde que Tiresias pierde la vista pero gana el don de la clarividencia, desde que Edipo se saca los ojos al no poder contemplar el asesinato de su padre por sus propias manos y la muerte de su madre ante el despropósito del amancebamiento con su propio hijo. Llega a un anfiteatro iluminado por una estrella agonizante, atraviesa páramos lunares, y divisa veintiuna torres gigantescas de basalto, en medio de las cuales surge una efigie con un único ojo fluorescente en el ombligo. Se dirige hacia él, cobijado por un cielo púrpura que alumbra malamente un paisaje marcado por la desolación de milenios, por los cadáveres petrificados de las hidras y los seres mitológicos que otrora poblaron ese templo consagrado ya a la muerte y a su terrible diosa. Entra en el ombligo y sufre una des-evolución que lo lleva a recorrer el caldo primigenio donde nacieron los humanos, retorna a su ser pez. Ayudado por la ciega, vuelve a ser serpiente, vampiro, sátiro. Despierta en su casa, anonadado, destruido, próximo a la muerte. Es acaso una metáfora de los demonios interiores que llevan al hombre a hacer lo que hace en la vida. Es un símil de la humanidad, gobernada por ciegos, como en la obra de Saramago, pero cuya única vidente es la conciencia misma de que si ahondamos en el interior no somos más que monstros cuya cáscara se ha convertido en lo que ahora llamamos civilización, que finalmente llegará a su ocaso, que dejará de nuevo la tierra cubierta de cráteres de desolación.


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Los laberintos - Reflexiones sobre la filosofía de la periferia por Alfonso Cabanzo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.