Ahora interpreto en la guitarra el Preludio de la Suite IV para Laúd de
Juan Sebastián Bach. Inicia con un tema alegre y rítmico que va atravesando todo
el diapasón, desde las notas más agudas hasta las más graves. Se devuelve hasta
estas notas altas y continúa con un arpegio que desciende en unísonos; esta
figuración da una sensación polifónica única. No recuerdo cuándo la escuché por
primera vez, pero no olvido esa inefable sensación, la sensación de enfrentarme
a lo Absoluto, la sensación de escuchar una pequeña pieza compuesta por un
hombre hace doscientos setenta y seis años a la luz de una vela. Bach vio las
posibilidades del instrumento y escribió una serie de danzas. Ahora pulso las
cuerdas lentamente, escuchando los sonidos que se pierden en el espacio, hacia
la noche, sintiendo contrapuntos pensados por este hombre hace trescientos
años. Hace tres siglos sus dedos se deslizaron por el diapasón de la misma
forma en que ahora los míos lo hacen, produciendo las mismas vibraciones en el
aire, los mismos armónicos, las mismas relaciones de intervalos. Por un breve
instante soy él; el tiempo se desvanece y estamos ante la misma obra; esa es
pues la verdadera vivencia del arte.
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