rescatarlos es, de lejos, el mejor tratamiento que se les puede hacer. Mi escrito anterior (que realmente es muy viejo pero viene al caso) puede explicar por qué. A eso podemos sumarle las muertes de varios secuestrados. No sólo la de los diputados, reciente y dolorosa, sino la de muchos otros, comenzando por la mismísima Diana Turbay, la primera de quien hubo pruebas contundentes de haber muerto bajo el fuego cruzado, por una bala de un arma de uso privativo de las fuerzas armadas. ¿Las FARC? Por supuesto, son asesinos, son secuestradores, son los directos responsables. Pero, a diferencia de lo que están diciendo todos los diarios (es decir, solo EL TIEMPO; ya que solo tenemos un diario en todo el país) el gobierno sí tiene una gran responsabilidad: no tener una política clara sobre intercambio humanitario, ni tener unas fuerzas armadas eficientes. Comenzando porque los pasados rescates han sido un fracaso, cuando no se salva el secuestrado por pura chepa, como en el caso del canciller Araujo. ¿Cómo es posible que luego de cincuenta años de guerra nuestras Fuerzas Armadas no sean capaces de organizar ni un sólo rescate efectivo? Ya sé que las comparaciones son odiosas, pero las fuerzas isrraelíes rescataron un grupo de isrraelíes secuestrados por palestinos sólo con tres bajas hace casi treinta y un años. !En un país extranjero, en un aeropuerto (Entebbe) al lado de una base militar! Y era un ejército creado hacía tan sólo veinte años, así que la experiencia no es una excusa.Pienso que el problema radica en que la vida de los colombianos no vale nada, aun para los mismos colombianos. Valgo sólo en la medida en que tengo poder, dinero, o un arma para defenderme. Cuando soy secuestrado, pierdo aquello que me hace valioso ante los demás: no tengo dinero, ni poder, ni influencias, soy solo una persona atada a una cadena, entre alambre de púas. Por ello no importa si soy Ingrid Betancourt, o Araujo, o un soldado desconocido, mi vida no vale nada. Ni para los secuestradores, pues si tuvieran conciencia no harían tan atroz acto, ni para los que se suponen deben liberarme, de lo contrario harían todo lo posible por lograrlo.
Y todo lo posible no es llegar a un campamento guerrillero echando plomo con helicópteros que anuncian la presencia de un "comando" horas y kilómetros antes de realizar el verdadero rescate. La desidia y la desprotección no se muestra sólo dejando abandonada una región en la mitad de la selva. Se ve en la manera en la que las autoridades no hacen absolutamente nada para proteger a sus ciudadanos, en la manera en que no les importa que se roben una cartera en la calle, en la manera en que sus soldados y políticos hacen tratos con asesinos para ser elegidos para refundar (¿o refundir?) la patria con dineros del narcotráfico, en la manera como los soldados entran a un Palacio de Justicia, tomado por guerrilleros, con tanques de guerra que ponen en riesgo la vida de las personas que supuestamente van a defender. Ser pues, secuestrado, es pertenecer al peor estrato: el de la desgracia, el de los idiotas útiles para uno u otro bando; es empezar a ser una ficha para un par de jugadores ciegos, y dejar de ser humano.


