jueves, junio 01, 2006

La caverna

Destruid la caverna Ignorancia,
y destruiréis al topo Crimen.

Victor Hugo




La caverna de Platón no habla de un inframundo enfrentado a un supramundo; de una existencia quimérica a la sombra de la realidad metafísica, sobrenatural y divina; no habla de ideas como esencia de los cuerpos. Habla sí, de una oposición entre lo verdadero y lo falso, pero en un nivel más trivial, y por ello más profundo, de lo que pensaron la mayoría de los filósofos, sus pobres aprendices durante miles de años. Quizás haya sido Saramago quien dio en el punto: el problema platónico es el de las apariencias enfrentadas a como son realmente las cosas; es el problema de los senos pequeños y agraciados frente a las descomunales tetas de silicona. En su novela, el portugués pinta un centro comercial donde se recrea artificialmente la lluvia, y uno de los habitantes, enajenado de esa vorágine consumista, amonesta al viejo alfarero que considera ridícula y pobre la imitación del suceso natural. La oposición entre la mera opinión y el conocimiento, entre quienes dicen saber y quienes verdaderamente saben, perméa gran parte de las páginas de la filosofía griega. Lo dice Parménides, en su soporífero poema sobre la nada que no es nada pues de lo contrario no sería nada; lo repite Sócrates en su discurso de defensa ante un jurado corrompido por la tiranía, donde se auto proclama sabio –seguro sí lo fue- porque demuestra que quienes dicen serlo sólo lo son en apariencia; lo reafirma Platón, quien considera el conocimiento, no sólo como una opinión verdadera, sino como esa opinión demostrada argumentativamente por la vía dialéctica. Por ello conocer es recordar. Pero en algún momento de la cadena histórico-conceptual, perdimos el camino, y terminó Descartes con esa broma macabra en la cual nos deja encerrados en nosotros mismos, atrapados en un individualismo inaguantable, intolerante, como las guerras religiosas que enmarcaron su vida, hasta el punto de creer que los otros –esos otros que hoy ya no nos duelen- son meras máquinas sin almas. Una nueva película de acción, apenas si tiene diez años de estrenada, trae de nuevo este problema: ¿vivimos en un mundo real, o aparente? Es curioso que nuestras reinas de belleza en Cartagena respondieran, ante la pregunta de un periodista, que preferían el mundo de “la matriz” al real, puesto que éste es siniestro y tortuoso. Y el mundo virtual, si nos fijamos bien, es la panacea del consumismo: teléfonos de última generación, ropa de diseñador, peinados exclusivos, comida gourmet... el real, por el contrario, está habitado por seres andrajosos que consumen un cereal impotable pero nutritivo, como los libros de muchos filósofos. En mi opinión, tanto la película como la alegoría del griego se refieren a ese estado en el cual el ser humano vive arrastrado por el caudal de la apariencia, fingiendo ser algo que realmente no es. Esa es la verdadera condena, esas son las cadenas que nos atan al muro frente al cual pasa una vida ficticia. Vivimos como dormidos, no porque realmente carezcamos de un argumento que muestre de una vez por todas que estamos en vigilia, sino porque somos incapaces de aceptar nuestra triste vida. El político cree saber más que el académico sobre la justicia, y el docto pretende saber más que el hombre de la calle sobre el sufrimiento. Preferimos las palabras zalameras del novio que nos dice que no estamos gordas a la voz crítica que insinúa la urgencia del gimnasio, y preferimos la mujer que vive en el gimnasio y pensando en ser hermosa para no aceptar que somos incapaces de conquistar una hembra independiente y exitosa. Preferimos el mandatario que sale cada dos minutos en televisión aparentando trabajar, que aquel que en su gobierno hizo mucho pero que fue castigado por los medios. Los problemas del país pueden reducirse también a esta oposición entre el ser y el querer parecer que nos agobia desde la creación misma de la nación. El viejo pobre quiere ser nuevo rico, y para ello se mete en un negocio de ganancias rápidas pero inseguras, el ejército disfraza sus equivocaciones con armas y uniformes que guarda para esas ocasiones especiales en las que dispara a quien no debía, el gobierno gasta millones y millones en publicidad para mejorar la imagen del país ante el extranjero y el electorado, y nos vestimos de corbata y sastre para parecer respetables ante los porteros, que dejan entrar sin requisa a alguien elegante, aunque sea un ladrón, pero requisan exhaustivamente a quien lleva unos pantalones viejos, así sea el dueño del edificio.

1 comentario:

Héctor Villa dijo...

Quizá la parte más tortuosa de la evidencia diaria del mito de la caverna, radica en que nadie desea ser liberado. La humanidad prefiere andar devorando las sombras cual placebos, a cuestionar sólo un poco al sistema y salirse de él, si no es acorde con la escencia propia (lo que por cierto, ha de ocurrir en la mayoría de los casos). Afortunadamente aún quedan espacios para la reflexión, como este, que invitan a quien se atreva a romper las cadenas del miedo a la exclusión, a pensar y liberarse.

H.
PD. Si. Harry Haller.

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Los laberintos - Reflexiones sobre la filosofía de la periferia por Alfonso Cabanzo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.